sábado, 23 de octubre de 2010

Milda cobraba por besar o ser besada. No se dejaba tocar. Daba un tibio abrazo para un beso que podia durar un segundo o una eternidad de acuerdo con lo que se pagara por él. Eso se dijo una tarde en la peluquería de mi madre. Bella y un tanto obesa trabajaba como manicura. Sentada junto a una pequeña mesita gris dirigía sus tetas al porvenir de cualquiera que soñara. También escuché que tenía un amante: un aficionado al piano y dueño de un taller de chapa y pintura. Tres noches a la semana su amante pasaba a buscarla por la peluquería en su Buick plateado. Aquellas noches resultaron fatigosas para mis catorce años. Milda cobraba por besar y yo juntaba monedas. Se quejaba de su Aldo por ser un hombre incompleto. ¿Qué podría significar aquello?¿Qué faltaría en él para que la vistosa mujer se quejara ante su clientela y mi madre? El portero del edificio contiguo a la peluquería había probado su dulce boca roja. Había pagado por el beso y no sólo una vez. Yo juntaba monedas. El incompleto Aldo era un enigma. No daba la impresión de ser impotente. Después de sus visitas Milda lucía más liviana. Por curiosidad o por celos visité un día su taller de chapa y pintura. Un tinglado oscuro sobre la calle Directorio fondeado de vehículos desmantelados y piezas a medio pintar era el camino obligado para llegar a su oficina. Sentado detrás de una pequeña ventana descansaba el encargado. El incompleto Aldo no estaba. En el trayecto desde la ruidosa calle hasta la oficina confeccioné pobremente el motivo de mi visita que el encargado del taller supo entender con amabilidad: “¿Cuánto sale pintar mi bicicleta?”. Mientras el hombre preguntaba características del rodado me acerqué hasta el sofá donde anidaba el olor de Milda. La ausencia de Aldo permitió que las aletas de mi nariz se abrieran para captar cada zona de su cuerpo expandida entre los almohadones. Sentado en el sofá esperé la respuesta del encargado. Mientras el hombrecito repartía sus ojos sobre una vieja calculadora aproveché para examinar las pocas cosas que vestían el cuartucho: un retrato de Fangio y debajo de él un piano vertical con partituras dispuestas en su atril. Alcancé a leer el nombre de Schumann. Las monedas reunidas se transformaron en un billete y con él encaré a Milda para el beso. Miró a su alrededor y guardó como odalisca el billete en el escote. La cita fue en el baño de la peluquería de mi madre. Entré y aguardé con la luz apagada. El picaporte cedió y la dulce manicura buscó la oscuridad del recinto. Su olor era irresistible. El perfume almendrado y ácido navegó por la pequeña estantería que sostenía frascos de tintura y peines. La única luz del ambiente entraba por el ojo de la cerradura. El cuerpo de Milda llegó hasta mi camisa que temblaba y el calor de su boca se pegó a mis labios secos. Sentí por primera vez la pequeña felicidad que otorga el dinero. Cerré los ojos y me abandoné a su lengua dulce y pesada. En la intimidad del baño se escuchaban los golpes de saliva que iban y venían. Los párpados pesados se fueron hacia abajo y en su recorrido recordé la primera caminata por la rambla de Mar del Plata tomado de la mano de mi padre. Había luna y comimos esa noche la tradicional picada de 36 platitos. Milda continuaba con su boca de mar y mi padre y yo caminamos por una calle concurrida hasta el hotel donde nos esperaba mamá. Ahí estaban mis huesos conteniendo la respiración en el baño de la peluquería sabiendo que el trato implicaba no levantar la pollera no bajar su bretel no tocar sus partes. La boca de ella se desprendió luminosa llevándose los hilos de baba que tardaron 69 segundos en cortarse. Sus labios morosos y aún húmedos se deslizaron hasta mi oído para decirme en voz baja: “Des Abens”. El beso había concluído y la bella manicura volvió a desaparecer detrás de la puerta dejándome inconcluso y pequeño con las manos ofrecidas al chorro de agua que corría por las cerámicas del lavabo. A diferencia del portero del edificio contiguo no volví nunca más a la boca de Milda. A su alma. Unos años después abandonó la peluquería de mi madre para crecer profesionalmente en un salón de Belgrano. No supe más nada de ella pero sí de su amante Aldo a quien llevé mi bicicleta a pintar. En una triste conversación que mantuvimos en su oficina me confesó que Milda lo había abandonado. El motivo del abandono era demoledor. El incompleto Aldo había desilusionado una y mil veces a su amante tocando de manera errática la enigmática pieza de Schumann. La dulce Milda besaba como escuchaba y aquellas palabras en voz baja Des Abens resultaron ser el conjuro que inoculaba secretamente en el oído de los hombres para que la salvaran de su oscuro e infausto destino de manicura.


"Milda y el incompleto Aldo (Fantasía romántica)" por Alberto Muñoz, del libro "Pianoforte, Tratado ecléctico sobre el arte musical".



Nobleza obliga a leer el texto con esto



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